Cuanto más nos alejamos hacia el otro extremo del mundo, más violenta resulta la orilla al regresar. Pero esta melancolía intensa acompañada de ese duro despertar sigue siendo ese otro mundo que se derrama sobre nosotros cuando amamos.
Despertábamos abrazados, nuestros dos cuerpos desnudos, temblorosos, en la orilla.
Los dormitorios también son orillas.
Las camas son una especie de ribera extrema.
Callábamos. Nunca podré decir bastante hasta qué punto sé ahora la razón que teníamos al pedirnos callar. El interior y el afuera se rozaban aún. La desnudez es el único vestigio de la vida humana que aún sigue siendo permeable, cubierta por el agua silenciosa del otro mundo.
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Despertábamos abrazados, nuestros dos cuerpos desnudos, temblorosos, en la orilla.
Los dormitorios también son orillas.
Las camas son una especie de ribera extrema.
Callábamos. Nunca podré decir bastante hasta qué punto sé ahora la razón que teníamos al pedirnos callar. El interior y el afuera se rozaban aún. La desnudez es el único vestigio de la vida humana que aún sigue siendo permeable, cubierta por el agua silenciosa del otro mundo.
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De regreso a este mundo, a la luz, sólo la mirada se abre sobre el aquí.
El silencio no.
Las palabras, al romper ese silencio que ha hecho posible el viaje, al destruir ese silencio que tiene una densidad muy distinta de los significados y oposiciones que la lengua intercambia, aniquilarían ese otro lugar en cuya orilla seguimos desnudos todavía. Poco a poco, ese lugar deja de ser la orilla de ese mundo que no se ve. Poco a poco, todo ese lugar invade la orilla, todo el lugar se vuelve a convertir en un simple dormitorio. Poco a poco han vuelto nuestros cuerpos, pero aún no son dos, todavía no están del todo separados, aún no están totalmente desdoblados y resexuados, aún no han regresado del todo. Ese regreso debe ser el más lento y, para ello, el más silencioso. Esa angustia (la de abrir los ojos de repente, dejar de callar, no despedirse de la pérdida de conciencia y del viaje al otro mundo, esa angustia de comprobar que perdemos la concentración que ha sido nuestra) es una desgracia (como peces fuera del agua, dando coletazos de color asfixiado), aunque también es una maravilla, puesto que da fe de la felicidad y de la permeabilidad sin límites que han sido nuestras. Estábamos donde el gozo es extremo, allí donde se unen los alientos y las almas, allí donde los cuerpos se ignoran, allí, en esa patria tan escasa donde los sexos se reúnen (y ya no se ven, ni se sideran, ni se envidian, ni se atormentan).
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